Tengo como fondo de pantalla de mi computadora un retrato realizado por Jenny Saville. Hace unos días, una de mis compañeras de clase exclamó sorprendida al verlo: “¿pero qué significa eso?, ¿qué representa?”.
Es cierto que hoy en día lo que no es bello o candidato a serlo, ya sea mediante la cirugía o mediante algún “generoso” programa de televisión que auspicie un cambio de imagen (Discovery Home and Health y Mtv, se erigen como hadas madrinas mediáticas dispuestas a convertir en príncipes y princesas a cuanto “sapo” ande suelto por el mundo), es causa de inquietud.
Parece ser que las imágenes que escapan de los cánones permitidos por la estética en turno están condenadas a ser imágenes gore, es decir, tétricas referencias.
Menos mal que mi compañera sólo vio uno de sus retratos, quién sabe que expresaría ante el retrato de unas siamesas (en realidad, es un retrato doble de ella y su hermana cuando eran niñas) o ante la desnudez explícita de un transgénero, que abre sus piernas generosamente para mostrar que el bisturí aún no toca su sexo.
Jenny Saville (Cambridge, 1970) tiene argumentos visuales que sirven de contrapeso —y vaya que lo hacen— a un fenómeno recurrente en las últimas décadas: la anorexia.
Sus obras son doblemente descomunales, por una parte las dimensiones de sus lienzos rozan el formato mural, por otra, las figuras que en ellos habitan alcanzan la obesidad mórbida.
La Galería Saatchi fue una de las primeras en dar cuenta del talento de Saville, a quien consideran una de las figuras más destacadas del arte contemporáneo actual.
El trabajo que la pintora realiza da cuenta de un discurso perfectamente bien armado, con una base teórica feminista y de género, así como una sana distancia que la separa de lo didáctico y lo conceptual.
En sus inicios, una beca otorgada para estudiar en Estados Unidos fue decisiva para armar su temática; las legiones de ciudadanos estadounidenses con sobrepeso dieron inspiración a sus primeras obras, pero como el buen juez por su casa empieza, Saville también se usa a sí misma para ilustrar la obesidad.
En Nueva York, el doctor Barry Martin Weintraub le permitió asistir a sus intervenciones como cirujano plástico (cosmética y liposucción), a lo que Saville respondió con una interesante producción pictórica, fruto de la observación de lo que la medicina moderna puede hacer en los cuerpos.
En uno de sus cuadros, de un rostro visiblemente abatido surge una sonda. Unos labios quizá recién inyectados con botox y unos cortes quirúrgicos en los párpados ilustran un fenómeno social que avanza progresivamente en las sociedades modernas. La desazón que produce ver la fase previa a la belleza artificial, sacude hasta a los partidarios de estas prácticas.
En lo personal, considero valioso el trabajo de Jenny Saville por la extraordinaria factura técnica con que realiza sus óleos, también, porque pone énfasis en el cuerpo, pero en un tipo de cuerpo que parecía olvidado desde Rubens, y que Botero, a mi parecer, no conseguía salvar de la mera referencia manierista.
A Jenni Saville se le compara constantemente con su compatriota Lucian Freud, cuya pincelada bien puede ser la precursora de las generosas plastas aplicadas por Saville. No obstante, ella solamente agradece, pero refiere que su ideal pictórico radica mucho más cerca de Francis Bacon y de Willem de Kooning.
Además de en la pintura, la incursión de la artista en la fotografía ha sido realmente afortunada: generosos cuerpos que yacen sobre un cristal, mientras son registradas en primer plano las carnes que chocan y se aplastan contra él, ofrecen, ciertamente, una nueva lectura de la voluptuosidad.
Jenny Saville ilustra cabalmente cómo el arte asimila los fenómenos sociales del culto al cuerpo y las intervenciones quirúrgicas; aquí, estas situaciones están inspirando un discurso y una teoría visual que pueden servir como referencia para entender ciertos puntos clave de nuestro entorno.