El famoso Cow-Parade nunca me entusiasmó. Al parecer todo mundo estaba muy feliz porque lo consideraron un proyecto cultural de gran relevancia, que contribuiría a fomentar el arte urbano y que además le abríría las puertas no sólo a artistas y creativos consumados, sino también a quien tuviera una idea original.
A los pocos días de instaladas las famosas vacas comenzaron los problemas: que si a una le habían arrancado una ubre, que si a otra la cabeza, que si a otra le habían destruido esto y aquello…
De la primera destrucción encontraron culpables a unos estudiantes a quienes les pusieron una fianza y la sentencia de resarcir el daño. Otra de las destrucciones de las vacas fue a manos de “unos estudiantes de derecho de una universidad privada”, según un lector que escribió al correo de
El chiste de esto es que la mayoría de las opiniones condenaban los actos “vandálicos” de los tapatíos que no sabían cuidar este tipo de manifestaciones “artísticas”. La televisión y la ciudadanía opinaban lo mismo (qué raro ¿no?). No obstante hubo quienes no pensaban así. Dulce, amiga de un amigo y acostumbrada a pensar, concluyó que era lo más natural que la gente actuara así, después de todo ¿quién ha enseñado a estos jóvenes a respetar este tipo de cosas? y ¿qué ha hecho el Estado para que las personas sepan cómo responder ante este tipo de manifestaciones artísticas (o culturales)? La respuesta, digo yo, es Nadie y Nada respectivamente. Si el presupuesto destinado a la educación y a la cultura está como está, lo más lógico es que suceda lo que sucedió. Entonces ¿por qué tanta indignación? después de todo no debemos disociar los raquíticos presupuestos —y sus respectivas políticas públicas— de los actos de los ciudadanos.
Juan José Doñán escribió en su columna de Público-Milenio, que el proyecto era elitista, porque nadie pensó en situar a ninguna de las vacas más allá de
En lo personal esta situación me enferma un poco, no he podido dejar de pensar en ello porque considero que la indignación popular es una muestra más del fariseísmo tapatío.
Pinche gente, muy indignada por la destrucción de las vacas de fibra de vidrio —que encima de todo sólo sirven para que la empresa LALA deduzca impuestos—, mientras que observan plácidamente cómo los caballos (vivos, por cierto) jalan las pintorescas calandrias en el centro de la ciudad. Sin duda las condiciones de esos caballos son más graves que las de esas esculturitas ramplonas. Los caballos trabajan para que los turistas se lleven una mejor estampa de esta ciudad mugrosa, sin que el clamor de indignación diga nada por ellos, mientras los tapatíos se admiran porque unos cuantos destruyen unas vaquitas que sirven para deducir impuestos y para recordarle a la gente que el arte y la cultura está cada vez más lejos de ellos.